Epístola del archivo imperial de Talabheim.
A Su Ilustrísima Eminencia,
Tres días han bastado para convencerme de la naturaleza de los hechos que aquí acaecen. Y tres fueron las semanas de viaje. Tres semanas al galope. Precipitado, irremisiblemente, a este pozo en sombras: quiso una gitana advertirme: «su pluma, joven, por este cuadro». Era un paisaje inhóspito, desesperado. Respóndile «¿Schwarzraüm?» y la anciana, quejumbrosa, siguió diciendo «unas monedas, mi Señor, unos grumos de pan». «¿Dónde?», insistí. Y señaló la senda, auténtico pedregal, que descendía abruptamente: el valle, más allá, se hundía bajo un cielo gris, un cielo bajo e implacable. Las Montañas Negras, en el horizonte, guardaban la tormenta que nunca vería llegar.
Fue otro mi suplicio. Carestía y carencia. Fiebre y carrera sobre la tierra dura salpicada de aristas rocosas. De súbito, una garganta negra y profunda. O un salto de agua helado en el tiempo. En la encrucijada, un ahorcado sin manos. Un muerto a un lado del camino con los ojos vacíos y estallidos de negra sangre en el cuello. Tras el recodo, el flagelante que murmujea «veo la muerte a vuestra espalda».
Aquellos bosques, altos e impenetrables, hedían. Hubo de ser blanca la primera flor del invierno, negras las paladas de tierra. De madera vieja el último puente sobre el riachuelo de aguas cristalinas. El hielo fluía en silencio. Cuando mi caballo cayó muerto, anochecía. Proseguí a pie. Nadie en las calles del pueblo, salvo Johan, el Rojo para unos, el Negro para otros. Aunque rudo en sus maneras, agradeció mi llegada. Por el aire, las alas del cuervo. Después la noche cerrada.
Pronto, a la mañana siguiente, me condujo hasta el hogar de uno de aquellos niños. En efecto, cuando no balbucía, pronunciaba extraños vocablos del todo ajenos a nuestro conocimiento. En ocasiones, refería raras parábolas: relaciones fabulosas sobre unas gentes exóticas y un tiempo remoto. Anoté algunos de los nombres. Johan el Rojo me confesó que aquellas, en verdad, eran revelaciones —no aventuró su naturaleza—. Yo, ante la miseria de aquellas gentes, quise creer en un severo mal de luna, aguas podridas o multitud de graneros deshabitados. Pero un segundo niño, minúscula hembra que bregaba enérgica contra las ataduras que la retenían sobre la cama, insistió en un mismo nombre: «Nacernaephal» —la transcripción es aproximada—.
Mucha era entonces la coherencia entre aquellas criaturas enfermas.
Procedí, no obstante, con cautela e interrogué al enajenado según las ordenanzas de Nuestro Santo Oficio. Obtuve una precisión y una exactitud inesperadas en la mención de algunos otros nombres: «Nüneinlhil», «Moorine», «Lulliloome» y «Think». El tercero de los niños, preso de un rapto violentísimo, también gritó todos y cada uno de aquellos nombres. Pero no se trataba de un puñado de palabras inconexas: aunque asombrado, fui capaz de establecer una serie de lugares comunes a aquellas narraciones delirantes.
Visité un cuarto niño aquella misma tarde.
Afuera caía lenta la noche. Johan el Negro trajo consigo unos papeles manuscritos: «el lugar es remoto, aún más remoto y extraño, un lugar pretérito, árido, sofocado por un sol siempre terrible». Mandéle callar para decir «¿Qué traes ahí?», a lo que respondió «las revelaciones, mi Señor, todas las revelaciones». Y así era: más de un centenar de testimonios que retuvieron mi sueño por unas horas, mas no era momento de reposar. Aún pude enfrentar otros tres casos al día siguiente.
En total, fueron siete.
En la mañana del tercer día murió el primer inocente. Extenuado.
A primera hora de la tarde, el segundo entre horribles estertores.
Le refiero, a continuación, algunas de las “revelaciones” —acaso las más significativas—:
[…] bajeza, bajeza, bajeza y ruïndad. Acaso se quiebre el cielo y sus astillas más diminutas habiten por siempre nuestros ojos. Acaso, por siglos, secos como el polvo del camino. ¡Arrancarélos! ¡Un día, sin seso, arrancarélos! He visto como, de la mano de alimañas, beben las sucias aguas del río… ¡Mojan sus barbas! ¡Olvidan su nombre! Tales bestias, en grutas, en cavernas cuales parias… Dormimos. Todos nosotros, desalentados, dormimos durante el día […] ¿Qué senda? ¿Adónde huir? ¿Adónde escapar? […] La derrota pesa en mis solos hombros. Nüneinlhil, mi propia sangre, tiende sus brazos hacia mí, mas mía es la carga. Sólo mía. Mis fieles, cuantos no cayeron en la refriega, se alejan, se pierden, se extravían… Comemos raíces […] ¡Tan solo! ¡Tan alto y tan solo! ¡Piedad, Padre, piedad para éste tu hijo!
Revelación XLVII
Nüneinlhil reconoce a Moorine el Tuerto en el sacerdote que acompaña a la guarnición de la cuarta provincia del reino del Padre. Cazan esclavos. Nosotros esperamos en la espesura: no pueden encontrarnos en este estado. Nos creerían parias. Nos llamarían salvajes […] Nüneinlhil cita con discreción al Tuerto en un claro de luna: M***seer —la caligrafía, en este punto, resulta ilegible— murmura por lo bajo que del Tuerto se rumorea que dice alto nombres prohibidos. Ordeno silencio. Todos callan […] Su piel diríase azulada, cuando no azul, y sus ojos quietos como piedras milenarias […] Nüneinlhil estaba en lo cierto: Moorine el Tuerto es capaz de comunicarse con nuestro único prisionero: es un “galeno” que procede de un país que llaman “imperio” que queda lejísimos. Se hace llamar —podría transcribirse como— Albrecius de Realicibus […] Moorine el Tuerto acaba la noche y la vida del desgraciado.
Revelación LXXII
[…] barbas descuidadas, sin peinar. Largas jornadas hacia el norte. Moorine el Tuerto desliza su lengua y las palabras, siseadas, embriagan la voluntad que creí extinguida en mí: la gloria todavía espera. Es todo cuanto necesitaba escuchar y lo sabe. Cuéntame, de inmediato, los modos en que las gentes del “galeno” guerrean y muéstrame la manera en que aprovecharlo: tome los terceros varones de cada casa y ármelos, dice con dulzura; asevera, además, que obtendrá el favor de los custodios y que bastará con el empleo de ballestas; los esclavos, promete, vendrán de allende los mares […] a cambio de —del todo ilegible—.
Revelación CIX
Parte Nacernaephal de palacio.
Revelación CXI
Cuando Nacernaephal marcha al frente de sus huestes,
Moorine contempla el horizonte desde las almenas.
Regresa. Oscura su cámara, sombrío escondrijo.
Después piensa en los hombres que viajan. Sonríe.
Después piensa en palacio. Piensa en provincia. Piensa en reino. Sonríe.
El cofrecillo, brillo carmesí, descansa. Sonríe.
La Sombra descansa. Sonríe.
Ignoro la magnitud de la mancha, la profundidad con que sus raíces han penetrado esta tierra. Ignoro su extensión. Solicito, por ende, algunas otras jornadas para averiguarlo. Solicito, además, su sabio consejo.
Espero sus órdenes.
Besa el anillo de Su Eminencia,
M. Golhab
Anno domini MMCCCXLIX