Estimada madre…

Documento procedente del viejo archivo de la Biblioteca Imperial de Hochland.

Estimada Madre:

Madre admirada, venerada y apreciada Madre, luna en mis noches más negras, luna adorada, luna añorada, rayo argentado de mis tenebrosas oscuridades, oh, Madre, amada Madre, todo esto (que os digo), que es nada frente a la nostalgia o la pena que mi corazón alberga, es cuanto os echo en falta. Pues son ya muchos los meses transcurridos (desde entonces) y son muchos más los que han de sucederse. Sabed por tanto, Matrona mía, qué es lo que temo, ahora que os escribo, cuando siento que la incertidumbre amenaza con largas jornadas de pesadumbre, cuando creo que los muros han de venírseme encima de un momento a otro.

(Pero) Dejad que os cuente antes qué ha sido de mi vida desde que llegué aquí.
Pasé mis primeras semanas al amparo del magnánimo Qaarn-Tuhlen, quien sin duda fuera gobernador dadivoso y discípulo hedonista, encandilada entre sedas delicadas e inciensos embriagadores, hasta que Nasirnapal irrumpió en palacio, maza en mano, armando mucho alboroto. Y, así como se lo digo, molió a palos al buen gobernador e hizo suyas todas las cosas que eran de aquél. Mas nunca ha sabido quererlas del mismo modo y nosotras, aún cautivadas por los días dorados y las noches recientes, no tardamos en buscarnos otras distracciones, entre las que podían (y pueden) contarse los más fornidos guardias palaciegos, novicios juguetones e inquietos, y también esos escribas depravados (que se las saben todas y más). Se rumoreaba, por aquel entonces, que a Nasirnapal tanto le daban nuestros devaneos, porque él —decían— acudía algunas noches a la alcoba de un muy buen amigo suyo llamado Absu. Y yo, la verdad, no sé de qué debían hablar tanto rato… Imagino que debían ultimar algunos aspectos de la campaña que, en pleno invierno, les condujo lejos del hogar.

En todo aquel tiempo, Madre augusta, había sumado a tus sabios consejos, a tus nobles enseñanzas, un elenco de trucos y triquiñuelas que, con gran acierto, había tomado de mis consortes y, de todas ellas, era yo, a todas luces, la más joven y hermosa. Tal que así, frecuentaba los jardines y besaba las flores. Preservaba, con mimos exquisitos, únicamente los tallos más fuertes y, con el suave tacto de mis dedos, alzábalos aún más preciosos, manteniéndolos erguidos tanto como se me antojara. Fue de esta manera como accedí a la alcoba de Abdegnisina, quien, aún careciendo de estudios y linaje, aún siendo joven y encantador, hacía las veces de gobernador en ausencia de Nasirnapal. Y fui su favorita (en las noches, en los días).

Pues Abdegnisina —como habéis de suponer— era y es fiel confidente del gobernador. Y hubo de serlo aun más cuando éste regresó de guerrear sin su estimado compañero Absu (trágicamente muerto en batalla). Así Nasirnapal contóle penas a Abdegnisina de las que este otro me hablaba, (siempre) momentos antes del alba, como si de cualquier cosa. Y no sólo penas. Supe entonces que las huestes de la provincia habían sufrido una amarga derrota; que sólo traían consigo a unos pocos centenares de esclavos (ora barbudos incívicos que habitan bajo tierra cuales parias, ora degenerados del norte de piel fina y gestos amanerados); y que habían huido despavoridos —para mayor ignominia— ante una horda de espectros descarriados. He de confesar, ilustre Matrona, que hay ciertas cosas que no alcanzo a comprender.

En las semanas siguientes, hube de afrontar algunas noches en soledad, no por capricho, Madre considerada, sino porque el gobernador ocupaba mi lugar. Y cuando por fin yacía junto a Abdegnisina, éste refunfuñaba ante mis inquisiciones irreverentes, renegaba airado, mas (de todos modos) acababa contándome lo que habían hablado tanto rato: Nasirnapal le había confesado que sufría una terrible quemazón en sus adentros desde que, días atrás, visitara la corte real. Y es que —como bien debéis saber— el Sumo Sacerdote hizo llamar a todos los gobernadores al finalizar el invierno y, por lo visto, Nasirnapal fue el hazmerreír de la convocatoria. Ciertamente el eco de sus sandalias iba de aquí para allá todo el tiempo y no quedaba rincón del palacio libre de su murmullo inquieto, constante. Se me antojaba infatigable. Y así, puesta mi atención en aquel temperamento enérgico e inagotable, caí en la cuenta de cuán infructuosos podían resultar mis pasos de continuar en la misma dirección; apliqué, pues, todos mis encantos no sin cierto descaro y, un buen día, al cabo de dos o tres meses baldíos, Nasirnapal partió de viaje sin escolta, sin compañía y sin previo aviso. Hube de enterarme (de nuevo) en el lecho de Abdegnisina —que volvía a ejercer de gobernador (circunstancialmente)— que había decidido emprender su propia travesía por el desierto con el fin de ahuyentar a los genios que le hostigaban (desde dentro).

Nasirnapal regresó semanas más tarde y, para sorpresa de muchos, ordenó que, de inmediato, se reuniera a las tropas. Prescindió de uno de los cañones, pues aún seguían trabajando los artesanos en reponer la pieza extraviada en batalla, y mandó instruir a cuatro de aquellos esclavos desarrapados —así me lo aseguró Abdegnisina— en el manejo de trompas y tambores. Pero los salvajes, a pesar de la sencillez de las instrucciones, acabaron por ensombrecer lo que había de ser bello: el orden y la disciplina en la marcha. Al parecer, los instructores, sólo empleándose a fondo y, en parte, gracias a la locuacidad del látigo y al escarnio público (algún que otro sacrificio), lograron que aquella purria comprendiera que un toque significa marcha al frente y dos toques deteneos todos y hacedlo ahora. Madre, respetable Madre, por más que nos asombre… ¡Cuesta tanto inculcar en dichas criaturas el desprecio que nosotros, los altivos hijos de Hashut, sentimos por sus vidas! Entretanto Abdegnisina, a petición del gobernador, sucedió a Absu como portador de la bandera de la novena provincia del reino del Padre, para lo que tomó una vieja reliquia de su estirpe (antiguamente guerrera).

El día antes de partir, azotados por los calurosos vientos del verano, Nasirnapal reunió a todo su séquito frente a él y habló (muy mal) de alguien que se hacía llamar Luliluma XXIII; a juzgar por la expresión de la mayoría de los rostros allí congregados, he de confesaros, Madre, que nadie debía saber muy bien quién era aquél de cuyo mal —únicamente— el sacrificio de cienes y cienes de esclavos iba a salvaguardarnos. Cierto es que los sucesos acaecidos aquella misma noche me tenían perturbada, y que no presté demasiada atención a lo que pudiera explicar porque, Madre, distinguida Madre, habéis de saber que… Sí, aquella noche, la noche previa al discurso, Nasirnapal me prendió y, tras arrastrarme a sus aposentos sin mediar palabra, trató de cubrirme con tal torpeza que, dándose por satisfecho —puedo asegurarlo—, dejóme marchar. Fue así como me quedó constancia de que siquiera conocía la manera en que debía utilizar a una hembra para sus propios fines, porque —digo yo— que pretendía un heredero (ahora que parte hacia la guerra). Mas, en su ausencia, puedo procurárselo de todos modos.

Es por ello que, ante la duda, Madre erudita, acudo a vuestro sabio consejo. Decidme, ¿cómo he de obrar? ¿Por quién he de tomar partido? ¿Busco un ejemplar entre la guardia palaciega o aprovecho lo completo de los servicios de este escriba (mismamente)?

Espero su pronta respuesta.

Cubrid de besos a mis hermanas,
Djsererkut

Pronto, antes de que las huestes de Nasirnapal regresen de su campaña estival.


Así escrito por el escriba Golab. Mes VII, día 7.
Año (llamado:) «Cuando los bárbaros se pusieron a hablar, el resto enmudeció».